Identidades complejas y nacionalismos (January 2020)

The case of Europe/ European Union
2020

Publicado en El Mundo, 11 de enero de 2020.

 

Identidades complejas y nacionalismos

Víctor Pérez-Díaz

Tendemos a simplificar las cosas y, metidos en pelea, a simplificar todavía más. Los buenos y los malos; la victoria de unos, la derrota de otros. Pero si estamos en un forcejeo que ya ha durado, y va a durar, siglos, será mejor corregir la tendencia. Reservarnos un espacio de reflexión un poco alejado del campo de batalla para abarcar sus muchas peripecias; atender a nuestros sentimientos y a los de aquellos que combatimos pero con quienes habrá que seguir viviendo, en la propia casa o la de al lado, y con paredes de cristal. Esto se aplica al proceso de hacer Europa, con todos sus pueblos y naciones, y al de hacer España. En el bien entendido de que el concepto de nación es complejo: no una idea clara y distinta como diría Descartes, sino una percepción confusa que diría Leibniz. Confusa, pero no falsa. Confusión que podemos manejar; o dejar que nos explote entre las manos.

Para aclararla conviene evitar “la degradante servidumbre de ser enteramente hijos de nuestro tiempo”: tiempo de simplificación y polarización. Políticos, elites, medios de comunicación sitúan a dos grandes bloques de “europeístas o globalistas” y “nacionalistas o populistas” en un duelo entre quienes están a favor o en contra de una sociedad liberal, abierta o fiel al legado de la Ilustración; y entre quienes apuestan por una integración mayor de los países en la Unión Europea y quienes enfatizan las diferencias identitarias de cada país y reivindican su mayor autogobierno. El problema con ese marco binario es que las experiencias de los ciudadanos al respecto son, en buena medida, contradictorias. Viven sus sentimientos de identidad casi simultáneamente como opuestos y como complementarios. Los datos de encuesta dejan constancia de la doble identidad de una amplia mayoría, en torno a dos tercios, del público europeo, que se siente pertenecer a la vez a Europa y a su propio país. Esta doble identidad suele ser vivida no de manera dramática sino con “naturalidad”: como si perteneciera a un orden natural de las cosas, que se deriva de la costumbre de vivir en los dos espacios a la vez. Por un lado, durante dos tercios de siglo, un espacio de debate público y de tratos económicos y actuaciones legislativas y judiciales de alcance europeo; por otro, un milenio (o medio, o dos siglos, según los relatos) con una historia de naciones operando en un contexto de influencias mutuas y rivalidades con frecuencia miméticas. Todas parecidas y distintas, y con relatos oscilantes. No es de extrañar que el término “nacionalismo”, en su uso común y el de las elites, tenga una historia tan larga como ambigua, y cambiante según tiempo y lugar. Conviene, pues, atender al significado que las gentes den a las palabras “nación”, “patria”, “país” en cada caso; porque las mismas palabras pueden tener significados distintos y distintas palabras, el mismo, según contexto.

Por poner un ejemplo, si los franceses son globalistas en tanto que partidarios de una sociedad abierta, lo son sin abdicar de un culto de la nación muy pronunciado, que incorpora variados simbolismos, ligados a profundas, intensas y duraderas experiencias. Combinan el simbolismo de la “tierra santa” y la Francia de Juana de Arco con el de la Francia de la Ilustración y de la patria revolucionaria; por no hablar de los simbolismos del “Rey Sol” y del bonapartismo, con su estado y su ejército secundando, y encarnando, su voluntad de grandeur, de ser centros del mundo y focos de su historia. Simbolismos que subyacen a sus rituales electorales, sus manifestaciones en defensa de sus intereses a ras de tierra, y sus gestos de tomas de la Bastilla. Y se dan cita en torno a un culto de Francia vista como un faro de la libertad y la razón, afanosa de protagonizar Europa, que se propone como ejemplo de un nacionalismo (o patriotismo) híbrido entre cultural e institucional y natural, entre temporal y eterno.

Pero es obvio que Francia ni está ni ha estado sola en ese empeño. Muchas naciones europeas se han percibido como portadoras de proyectos extraordinarios, naciones providenciales asistidas por alguna divinidad; y todas lo han hecho con razones que a muchas gentes razonables del momento les han parecido profundas y plausibles. Se han visto como grandes potencias y cabezas de alguna forma de imperio: España, pero también Inglaterra, Alemania, Austria, Suecia, Polonia, Holanda... Incluso cabe pensar que la afirmación del supranacionalismo de una Europa integrada prolonga, más que contradice, esos impulsos, y viene a ser como una segunda derivada de la autoafirmación o la voluntad de ser de buena parte de los países que la componen. Autoafirmación que se combina con la nostalgia de una gran estrategia geopolítica y la ambición de ocupar una posición clave en el orden multipolar del futuro.

Estamos, pues, ante formas diversas de lo que, disfrazado con un lenguaje secularista, modernista o postmodernista, parece un proyecto religioso trascendental sui generis: el de un nuevo “espíritu absoluto”, más en clave hinduista, henoteísta, del Bhagavad Gita, que en clave hegeliana, y más que en clave del monoteísmo propio del judaísmo, el cristianismo y el islamismo. Es decir, el equivalente a una suerte de constelación de dioses, algunos más supremos que otros, que bien pugnan entre sí, bien se conllevan, mientras ofrecen a los humanos un abanico de cultos, doctrinas y experiencias de vida. Nuevos dioses... como por ejemplo, la China, con su extraña confluencia cultural de neomaoísmo-neoconfucianismo, y con la confusión retórica por la cual el socialismo es mercado y es familia y es nación..., quizá a la espera de una rectificación de los nombres, por llegar un día, como aconsejaba Confucio. O, por ejemplo, los Estados Unidos y la propia Europa que parecen, a veces, reclamar un culto (al menos de dulía...) como encarnaciones de la Ilustración y de la Humanidad.

Ignorar este trasfondo religioso o cripto-religioso es negar una parte sustancial de la cultura que ha impregnado e impregna una experiencia de la política que, generación tras generación, ha sido y es tributaria del pasado “en el que no estuvimos”, y del futuro “en el que no estaremos”. Trasfondo, intento de permanencia: confusos pero inevitables. Aunque hoy, tratando de evitarlo, se nos propone la experiencia de la modernidad en el lenguaje más pie a tierra de mejoras colectivas en los rankings terrenales de poder, riqueza y estatus, y de repartos de todos casi por igual (y el “casi” es importante). O se nos ofrece la promesa de triunfar, cada uno a lo suyo, mediante la adaptación a los cambios, gracias a los nuevos medios de información, las redes, la tecnología, la educación. Siempre a la última. Siempre mirando al futuro, es decir, al vacío: un vacío rebosante, supuestamente, de promesas. Y si esta retórica del triunfo no encuentra eco en la experiencia de las gentes corrientes, siempre queda el recurso a la retórica más humilde de conseguir un mundo al menos llevadero, o habitable.

La sociedad occidental lleva ya tiempo ensayando y repitiendo estos juegos retóricos. La retórica de hoy (de europeístas, de nacionalistas), creyéndose nueva, es una variante de la de los imperios europeos del siglo XIX. Retórica con su punto de progreso y su contrapunto de delirio de grandezas y, al final, de caída en una pesadilla, la de las guerras mundiales y los totalitarismos del siglo XX. Pero también con su entre dos aguas de su representación parlamentaria y su partitocracia, sus burocracias racionales-instrumentales en amable convivencia con las elites de rigor, su capitalismo cum estado de bienestar y unos sindicatos moderándose (y yendo “todos juntos” a la guerra de turno), su creatividad cultural y su desconcierto, junto con sus ensayos de un colonialismo entre civilizador y depredador. Las variaciones de la Inglaterra victoriana, la Francia de la III República, el II Reich alemán o el Imperio Austro-Húngaro tardío.

Y es posible que sigamos jugando este juego de espejos entre nacionalismos y europeísmos, alternando entre aprender y olvidar la lección de que lo más importante no es qué identidad política tenemos (o exhibimos) sino qué hacemos con ella. De la misma manera que lo más importante es cómo se vive una experiencia religiosa, no cómo se verbaliza.

 

 

Víctor Pérez-Díaz es presidente de Analistas Socio-Políticos. Este artículo ha sido elaborado en el marco de una serie de Estudios sobre Europa patrocinados por Funcas.